Qué hacer para bajar los precios de la luz: I. ¿Por qué no tiene sentido fijarlo por decreto?

Pedro Linares Llamas
18 Nov, 2021

La electricidad está disparada en toda Europa. Hoy el precio medio marginal diario en España rondará los 225€/mwh según OMIE. Hace un mes tocaba los 286€, con picos superiores a los 300€. Octubre fue, de hecho, el mes más caro de la historia registrada. La razón principal de estos niveles de precio es la escalada de precios del gas natural y del CO2 en sus mercados correspondientes, que se traslada a una subida del precio final del consumidor en su tarifa.

Se han propuesto varias soluciones, pero la mayoría de ellas parten de una consideración fragmentada, y políticamente viciada, de cómo funciona el mercado eléctrico. Aquí las repasamos una a una, en una serie de tres artículos, aprovechando el viaje para considerar los aspectos fundamentales de dicho mercado, y cómo deberíamos diseñar el sistema de fijación de precios para que sea, al mismo tiempo, justo y fiel a los costes que debería reflejar.

En esta primera entrega nos centraremos precisamente en la naturaleza del mercado, a partir de la idea más polémica de las que pueblan el debate público: el control de precios.

¿Podríamos fijar el precio por ley?

La propuesta más radical es, por desgracia, también la más intuitiva: si el precio de la luz es excesivo, el Estado debería tener la capacidad de fijarlo en un nivel más limitado. Pero, en realidad, hay tres razones centrales para desear que los precios de electricidad reflejen los costes de la producción energética.

  • Primero, porque damos la señal correcta de eficiencia: si el gas es caro y además tiene que pagar CO2, incentivamos a los consumidores a ahorrar (no sólo energía, sino también emisiones), y a los productores a instalar otras tecnologías más limpias y baratas, como las renovables, o como el almacenamiento, sin tener que recurrir a sistemas de apoyo que no siempre funcionan bien. Y esto, a medio y largo plazo, es bueno para todos.
  • Segundo, porque animamos a los consumidores a protegerse frente a la volatilidad de los precios, firmando contratos a largo plazo, que es algo que todos echamos de menos en los mercados para que funcionen mejor. De hecho, lo normal es que las industrias intensivas en energía, que son las que más podrían sufrir ante un repunte de precios, tengan su suministro cubierto en gran medida frente a este tipo de riesgos.
  • Tercero, porque a pesar del incendio mediático que se ha montado estos días, hay que recordar que estamos hablando de cantidades gestionables por un hogar o una industria media, sobre todo si los ponderamos a lo largo del año (por ejemplo, en 2021 hemos tenido unas cuantas horas con precios irrisorios o nulos). A este respecto, estamos hablando de que una subida del 20% de la tarifa eléctrica anual del hogar medio se traduce en 10-12 euros de variación mensual, y eso si no adoptamos medidas de ahorro. ¿Cuánto suben las gasolinas o las tarifas de móviles, que tienen más incidencia en el presupuesto de los hogares, y cuyas estructuras productivas son similares a las de la electricidad, sin que digamos nada? Por supuesto, habrá hogares y empresas que no puedan permitirse esto: a esos habrá que ayudarles, con las ya referidas transferencias (y no con descuentos o bajadas de impuestos).

En cambio, ¿qué pasa si fijamos o ponemos un tope a la tarifa? En ese caso, lo que dejemos de pagar al llegar a este tope lo tendrán que pagar otros (o nosotros mismos en un par de años). El déficit de tarifa que llevamos años pagando nos debería desanimar a utilizar este tipo de soluciones (la que ha activado el Gobierno para la tarifa regulada de gas, por cierto). Además, el tope o el control de precios de la electricidad o el gas, igual que la bajada de impuestos, tiene una derivada distributiva no deseable: beneficia más a los hogares que más energía consumen, los más ricos.

La conclusión de todo esto es que lo mejor es no querer tocar los precios: deberíamos mantener nuestro sistema de mercado mayorista, igual que se mantiene en Europa. Es decir, diseñar un sistema en el cual la tarifa se calcule, no se fije, como siempre pide Ignacio Pérez-Arriaga. Eso supone, primero, diseñar una regulación que dé las señales adecuadas a los agentes, y segundo, que el Gobierno renuncie a intervenir en los mercados cada vez que hay lío, por ejemplo, dando todas las competencias a la CNMC.

A este respecto, hay gente que defiende que dejar en manos de un regulador que no se presenta a elecciones el control de los precios de la luz sería una “pérdida democrática”. Pero a los reguladores los elige el Parlamento, que representa la voluntad popular no necesariamente peor que el Gobierno. Además, en el equilibrio actual son los ciclos electorales los que marcan la acumulación de medidas de corto plazo, que muchas veces producen efectos contrarios al deseado por ellos mismos (véase por ejemplo esta estupenda serie de Nemesio Fernández-Cuesta). De hecho, estos propios políticos deberían darse cuenta de que, dada la incertidumbre y el ruido que se genera cada vez que toman una medida, quizás el coste de tratar de apuntarse el tanto de bajar la luz supera al beneficio (incierto) de lograrlo. 

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