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Del futuro como amenaza

El Periódico | | 5 minutos de lectura

¿Qué esperamos hoy de un Gobierno? Que nos defienda del futuro y que gestione un presente que sea soportable. Ya no deseamos que las cosas mejoren, sino, sencillamente, que no empeoren. Hablamos mucho de cambios (acelerados, de lo contrario no sería necesario) y de novedades tremendas, pero sin darnos cuenta de que, a la vez, hemos pasado de hablar de modelos de sociedad a hablar de sociedades sin modelos. Los movimientos sociales, que tenían el patrimonio de las tendencias emergentes, hablan más de los peligros que nos asedian que no del futuro deseable. El futuro ya no es vivido ni presentado como anuncio de una vida mejor. El futuro se ha convertido en una amenaza.

El futuro como amenaza domina los pronósticos y la prospectiva. El cambio climático y la reducción de la biodiversidad. Los conflictos enquistados, las guerras que anuncian más guerras; y las que no anuncian nada porque ni salen en los telediarios. Este año, medio mundo -literalmente- irá a elecciones, de las cuales se habla desde el miedo: a los populismos y a la extrema derecha, y a las polarizaciones que comportan. Las tensiones migratorias que no sabemos cómo resolver y de las que solo nos preocupa cómo frenarlas y controlarlas porque peligra nuestro frágil equilibrio social. Una llamada inteligencia artificial de posibilidades tan grandes como inciertas, pero que se vincula a un incremento del control social, a la pérdida de autonomía personal, a una brusca reordenación de las condiciones laborales y a un incremento de la precarización. La pobreza endémica en estados que todavía denominamos por inercia Estados del bienestar, y las propuestas de políticas económicas que requieren el empobrecimiento cierto de hoy como condición para una incierta calidad de vida de aquí a unos años. La persistencia de las desigualdades -y la violencia- de género. La confusión interesada entre alargar la vida y posponer la muerte. Y, como resumen, el cambio de la agenda de temas cuando se habla de los jóvenes, que siempre han sido el instrumento preferente para hablar del futuro: fracaso (escolar o no), depresiones, suicidios, inseguridades de todo tipo... El futuro como amenaza.

Por eso cada vez escuchamos más gente que dice que ya no quiere mirar los telediarios, que se incrementa la desmotivación en el trabajo o que la incapacidad para los compromisos estables se ha convertido en una pandemia. Y, claro, siempre las recetas habituales: educación en valores, combatir el individualismo y petición de políticas contra las redes y las pantallas, mientras en los parlamentos todo el mundo está enganchado al móvil.

Pero quizás, solo quizás, nos hace falta revisar un poco nuestra manera de pensar y hablar sobre el futuro. Somos herederos de una visión del futuro que nos lo hace ver como una realidad que nos viene encima, de manera casi automática y que tiene que ser por definición positiva, de lo contrario es una estafa. El futuro lo pensamos exclusivamente como resultado de fuerzas que no controlamos, fuera de nuestro alcance; que solo es legítimo como proyección de nuestros deseos de mejora y que solo pide nuestra aceptación pasiva hacia quien haga la propuesta más creíble. Hay maneras de hablar del futuro que solo puede ser propia de irresponsables. De gente que ha permitido la sustitución de la responsabilidad por el juego perverso del 'me gusta/no me gusta'.

La pregunta que nos tenemos que hacer no es quién diagnostica mejor el futuro que nos viene encima, sino cómo contribuimos a configurarlo. Lo que necesitamos no son portadores de noticias sobre el futuro, sino portadores sociales de la esperanza. Porque lo que se contrapone al futuro como amenaza no es un futuro de 'brilli-brilli', sino el presente como promesa.

El presente como promesa. O, mejor, los presentes -los muchos y diversos que hay- como promesa. Sin negar estúpidamente los interrogantes y las sombras que hay, pero poniendo de relieve que por todas partes hay iniciativas llenas de calidad humana. Que nadie tiene que renunciar a ellas por sentirse inútil o impotente, al contrario. Que los anhelos de vida llena y diferente no son nostalgias neblinosas, sino energía que tenemos que canalizar. Desde el presente. Miramos todo lo que tenemos alrededor que es real y concreto y que, a la vez, muestra el que es posible. Nos cuesta verlo porque el futuro como amenaza nos enturbia la mirada, y nos dificulta ver las posibilidades del presente. Y, sobre todo, vincularnos a él. Quizás sí hay individualismo, pero es un individualismo sin sujetos. Y convertirse en sujeto no quiere decir negar el futuro como amenaza, sino poner el foco en el presente como promesa.