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Jueces, fiscales y audios de móvil

El Economista | | 5 min read

Ahora que se han puesto de moda los 80, parece inevitable parafrasear el título de aquella mítica película de Steven Soderbergh: Sexo, mentiras y cintas de video. El último elemento hay que actualizarlo, por mor de la tecnología. Pero aunque las grabaciones sean ahora en formato digital, esto sigue yendo de sexo y de mentiras.

Al ciudadano de bien, que crea en las bases del sistema de administración de justicia y confíe en la probidad, imparcialidad, objetividad y (ya puestos) rectitud moral de los máximos representantes de aquella, como los jueces y los fiscales, le debe de estar resultando duro leer la prensa estos días. Cuando aún se está recuperando uno de los sonrojantes audios de Villarejo, abrimos la plana internacional con los presuntos abusos sexuales de Kavanaugh y los sollozos suyos y de la chica que rememora los detalles del trauma que, dice, la marcó de por vida.

Y así los que deberían hallarse en el elíseo de la justicia parece que están más bien metidos en un fangal. A ambos lados del Atlántico, ni más ni menos que los servidores de los más altos cargos jurídicos y judiciales aparecen envueltos en escándalos sexuales potencialmente delictivos, querellas personales y descalificaciones tabernarias, lucha descarnada por sus propios intereses y otros comportamientos que nos avergonzarían de nuestros vecinos y amigos. Vamos bien.

Sin embargo, y para ir más allá de la queja, que probado está que no sirve de gran cosa, merece la pena taparse la nariz y analizar estos asuntos con algo de frialdad. Entre el huracán de Kavanaugh y las filtraciones que afectan a sus colegas españoles hay diferencias. Y cuando las comparamos salimos perdiendo. ¿Por qué? Pues por una simple razón. De lo de Kavanaugh se está enterando el público americano a plena luz del día y con luces y taquígrafos, mientras que de lo nuestro se entera el público español a través de soeces grabaciones por entregas.

Pues bien, esto no es casual ni se trata de una anécdota periodística, sino que encierra una causa profunda de cultura jurídica. En Estados Unidos, y en general en los países de la tradición anglo-sajona, se asume que los jueces son individuos como cualesquiera otros, con convicciones ideológicas, opiniones políticas, posiciones sobre la moral social, y todo tipo de vicios y virtudes. El presidente de Estados Unidos tiene derecho a nombrar un miembro de la Corte Suprema cuando hay una plaza vacante (aunque el legislativo también juega un papel en ese nombramiento), y una vez situado allí será un miembro vitalicio, lo que hace que las mayorías en el que posiblemente es el tribunal más influyente del mundo dependan del puro azar político, a saber, quién está en la Casa Blanca, y con qué equilibrio de poder, cuando se produce una vacante. Guste más o menos, ese sistema es conocido y aceptado, y de ahí que cuando se anuncia un potencial nombramiento se ponga en marcha un debate público con todas las consecuencias y se escarbe hasta donde haya que escarbar en la vida profesional (y parece que también personal) del candidato.

Pero aquí las cosas son distintas: al juez se le concibe como una figura abstracta e idealizada, de una neutralidad imposible, un avatar virtual al que no se pone cara ni nombre. En las aulas de las facultades de Derecho españolas, los estudiantes siguen escuchando repetido el ideal de Montesquieu: "el juez es una boca muda que pronuncia las palabras de la ley". El juez, una boca muda. Con el debido respeto para el ilustrado francés, la metáfora es mediocre como poesía, pero como ciencia jurídica es aún peor. A un estudiante de Derecho de Estados Unidos, por seguir con el paralelo, esa frase le resultaría literalmente incomprensible. Sin embargo, sabrá recitar los nombres de todos los jueces de la Corte Suprema y, a la mínima que sea un buen alumno, las sentencias más importantes que han redactado como ponentes. Hagan el experimento en cualquier Facultad de Derecho española respecto a nuestro Tribunal Supremo o al Constitucional, el resultado será bien distinto. Y no solo con los alumnos. Prueben a los profesores también.

En nuestra cultura jurídica hemos creado una ficción que se arrastra desde hace siglos: los jueces y los fiscales no son personas en el sentido ordinario del término, sino una suerte de entes abstractos revestidos de una aureola que cae ante la primera prueba de realidad. Eso es una mala cosa, que termina por generar una comprensible desmoralización en la sociedad.

Aunque pueda exigir un cierto cinismo de entrada, reconocer las cosas como son siempre es mejor que hacer ver que las cosas son distintas a lo que son. Permite tener una ciudadanía más atenta y más preparada para afrontar la realidad. Prefiero escuchar a un juez aventando ante el público sus pecados de juventud que aguzar el oído para captar los ecos distorsionados de sórdidos cenáculos. Aunque ninguna de las dos opciones, la verdad, me guste especialmente.